THE HOLLOW OF THE THREE HILLS de Nathaniel Hawthorne



EL VALLE DE LAS TRES COLINAS
 

En la extraña antigüedad, cuando fantásticos sueños y paradojas de locos tenían lugar en medio de las normales circunstancias de la vida, dos personas se encontraron en cierta ocasión, a determinada hora y en determinado lugar. Una de ellas era una dama de esbelta figura y bellas facciones, aunque pálida y acongojada, presa de un prematuro agostamiento en lo que debía haber sido el florecimiento propio de su edad. La otra era una anciana pobremente ataviada, de aspecto poco agraciado, tan marchita, arrugada y decrépita que incluso el tiempo desde el que debía haber empezado a deteriorarse parecía fuera del límite ordinario de una existencia humana.
En el lugar en que se encontraron, ningún mortal podía observarlas. Tres pequeñas colinas se alineaban cerca una de otra y, por debajo, en medio de ellas, se hundía un valle vacío, casi perfectamente circular, de dos o trescientos pies de anchura y con tal profundidad que un majestuoso cedro apenas sobresalía por encima. Los pinos enanos eran muy numerosos sobre las colinas y parcialmente bordeaban el margen exterior de la vaguada, dentro de la cual no había otra cosa que la hierba parda de octubre y, aquí y allá, un tronco de árbol caído tiempo atrás, yaciendo desmoronado sin un sucesor verde entre sus raíces.
Una de tales masas de madera descompuesta, antiguamente un magnífico roble, descansaba en las cercanías de un estanque de verdosas y encalmadas aguas que se hallaba en el fondo del valle. Lugares como éste (según cuenta la tradición) eran hace tiempo frecuentados por el Poder del Mal y sus atribulados súbditos, y aquí, a medianoche o en el límite borroso del crepúsculo, se decía que podía encontrárseles alrededor del estanque espumoso, removiendo sus pútridas aguas en la celebración de un impío rito bautismal. La fría belleza de una puesta de sol arrancaba destellos dorados a las cimas de las tres colinas, de cuyas laderas se derramaba en el valle un tinte más pálido.
–He aquí que nuestro agradable encuentro debe terminar –dijo la vieja arpía– de acuerdo con vuestro deseo. Decid rápidamente lo que esperáis de mí, pues no podemos quedarnos aquí más que una hora.
Mientras la vieja marchita hablaba, una sonrisa brillaba tenuemente en su rostro, como un farol en el muro de un sepulcro. La dama tembló, y lanzó una mirada a la cima de la depresión, como meditando regresar con su propósito incumplido. Pero no era eso lo que estaba destinado.
–Soy extraña en esta tierra, como sabéis –dijo finalmente–. De dónde vengo no tiene importancia, pero he dejado atrás a aquellos con quienes mi destino estaba íntimamente unido y de los que he sido separada para siempre. Llevo en el pecho esa carga insoportable, y he venido aquí a interesarme por su bienestar.
–¿De quién, pues, habéis de esperar nuevas del otro confín de la tierra, aquí junto a este verde estanque? –musitó la vieja, mirando a la joven con ojos entornados–. De mis labios no saldrá una palabra. Pero, si sois atrevida, la luz del día no habrá sobrepasado aquella altura antes de que vuestros deseos se hayan cumplido.
–Haré lo que mandáis aunque me cueste la vida –contestó la dama con desesperación.
La anciana tomó asiento sobre el tronco de un árbol caído, apartó a un lado la capucha que cubría sus grises mechones e hizo seña a su acompañante de que se aproximara.
–Postraos –dijo– y apoyad la frente en mis rodillas.
 


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© José L. Fernández Arellano, 2007

SILENCE (a fable) de Edgar Allan Poe

SILENCIO (fábula)

Las cumbres de las montañas duermen; los valles, riscos y cavernas están en silencio.
            Alcman [60 (10), 646]


«Escucha», dijo el Demonio, imponiendo la mano sobre mi cabeza. «La tierra de que te hablo es una región sombría en Libia, a orillas del río Zaire. Y no hay tranquilidad allí, ni silencio.
«Las aguas del río son de un tono azafranado y enfermizo, y no fluyen hacia el mar, sino que palpitan eternamente bajo el ojo bermejo del sol, con agitación tumultuosa y convulsa. A lo largo de muchas millas, en cada orilla del lecho legamoso del río, se extiende un desierto pálido de gigantescos nenúfares que se lanzan suspiros unos a otros en esa soledad, alargando hacia el cielo sus largos y fantasmales cuellos y dejando cabecear a un lado y otro sus inmortales cabezas. Y puedes oír un murmullo indistinto que viene de entre ellos, como el correr de aguas subterráneas. Y se suspiran unos a otros.
«Pero hay un límite a este reino, la frontera de un sombrío, horrible, elevado bosque. Allí, al igual que las olas que circundan las Hébridas, los arbustos se agitan continuamente. Pero por el cielo no corre viento alguno. Y los árboles primitivos se mecen a un lado y otro con poderoso y crujiente golpeteo. Y de sus altos pináculos, una a una rezuman perpetuas gotas de rocío. Y en sus raíces se enroscan extrañas flores venenosas que descansan en perturbador sueño. Y hacia arriba, con murmurante y sonoro fragor, las grises nubes se apresuran siempre hacia poniente, hasta que ruedan en cascada sobre el llameante muro del horizonte. Pero por el cielo no corre viento alguno. Y en las orillas del río Zaire no hay tranquilidad, ni silencio.
«Era de noche, y caía la lluvia que, mientras caía, era lluvia, pero una vez caída, era sangre. Y yo permanecí en el pantano, entre los nenúfares, y la lluvia caía sobre mi cabeza, y los nenúfares se suspiraban unos a otros en la solemnidad de su desolación.
«Y, al mismo tiempo, se elevó la luna a través de la fina bruma pálida, y su color era carmesí. Y mi mirada recayó sobre una enorme roca gris que se alzaba en la ribera del río, iluminada por la luz de la luna. Y la roca era gris, pálida y alta. Y la roca era gris. En la piedra había grabados unos signos, y yo caminé por el pantano de nenúfares hasta la ribera y pude distinguir los signos en la piedra. Pero no logré descifrarlos. Y regresé al pantano, donde la luna brillaba de un rojo intenso, y regresé a la roca y volví a mirar en la roca y los signos. Y los signos decían DESOLACIÓN.
 «Y yo levanté la mirada, y vi a un hombre en lo alto de la roca, y me escondí entre los nenúfares para ver lo que hacía. Y el hombre era alto y majestuoso de apariencia, y estaba cubierto de los hombros a los pies por la antigua toga romana. Y los perfiles de su figura eran borrosos, pero sus rasgos eran los rasgos de una deidad, porque el manto de la noche, y de la bruma, y de la luna, y del rocío, había dejado al descubierto los rasgos de su cara. Y su frente indicaba elevados pensamientos y su ojo, salvaje preocupación, y en los pocos surcos sobre su mejilla leí las fábulas de la tristeza, y el abatimiento, y el hastío de la humanidad, y el consiguiente anhelo de soledad.
«Y el hombre se sentó en la roca, y apoyó la cabeza en su mano, y paseó la mirada por aquella desolación. Sus ojos observaron por debajo la agitación de los arbustos, y por encima los altos árboles primigenios, y aún más arriba escudriñaron el cielo murmurante y la luna carmesí. Y yo permanecía al abrigo de los nenúfares, y observé lo que el hombre hacía. Y el hombre se estremeció en su soledad. Mas la noche palidecía, y él permanecía sentado en la roca.
«Y el hombre desvió la vista de los cielos y la posó en el lúgubre río Zaire, y en las espectrales aguas amarillentas. Y el hombre prestó atención a los suspiros de los nenúfares y al murmullo que ascendía de entre ellos. Y yo yacía al abrigo de éstos y observé lo que el hombre hacía. Y el hombre se estremeció en su soledad. Mas la noche palidecía y él permanecía sentado en la roca.


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© José L. Fernández Arellano, mayo de 2007

Artículo "FILOSOFÍA DEL ESPACIO Y EL TIEMPO" en Wikipedia



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ABSOLUTISMO Y RELACIONISMO

Leibniz y Newton

La gran discusión se establece a la hora de definir las nociones de espacio y de tiempo como objetos verdaderos por sí mismos (absolutismo), o si su existencia depende de la de otros objetos reales (relacionismo o relacionalismo). Comenzó entre los físicos Isaac Newton (a través de su portavoz, Samuel Clarke) y el mencionado Gottfried Leibniz, y se encuentra recogida en el archivo de la correspondencia Leibniz-Clarke.

Discutiendo contra la posición del absolutismo, Leibniz propone una serie de experimentos mentales a fin de demostrar que es contradictorio afirmar la existencia de hechos tales como localización y velocidad absolutas, con lo que se anticipó en casi 250 años a las tesis fundamentales de la física moderna. Estas discusiones tienen mucho que ver con dos principios centrales de su filosofía: el principio de razón suficiente y la identidad de indiscernibles. El principio de razón suficiente sostiene que de cada hecho hay una razón que es suficiente para explicar de qué manera y por qué razón es tal cual es, y no de otra manera distinta. La identidad de indiscernibles indica que si no hay forma de demostrar que dos entidades son diversas entonces son una y la misma cosa (o dicho de otra manera, dos objetos son idénticos, o el mismo, si comparten todas sus propiedades).

Leibniz propone en su ejemplo dos universos distintos ubicados en el espacio absoluto. La única diferencia perceptible entre ellos es que el segundo está colocado cinco pies a la izquierda del primero. La posibilidad del ejemplo sólo tiene sentido si existe una cosa tal como el espacio absoluto. Leibniz, sin embargo, la descarta, pues, si un universo se hallase ubicado en un espacio absoluto no tendría razón suficiente, dado que dicho universo podría haberse hallado en cualquier otro lugar. Del mismo modo se contradiría la identidad de indiscernibles, por cuanto existirían dos universos juntos y perceptibles en todas sus formas e indiscernibles uno del otro, lo que es una contradicción en sí mismo.

La réplica de Clark (y Newton) a Leibniz viene reflejada en el “argumento del cubo” (bucket argument): al llenar de agua un cubo colgado de una cuerda y dejarlo reposar, se observará que la superficie del agua será plana, pero si se hace girar el cubo sobre sí mismo la superficie se volverá cóncava. Si se detiene el giro, el agua continuará girando libremente en su interior, y mientras que las vueltas continúen la superficie seguirá siendo cóncava. Dicha superficie cóncava no es al parecer atribuible a la interacción del cubo y el agua, puesto que el agua es plana cuando el cubo está quieto, llega a ser cóncava cuando comienza a girar, y lo sigue siendo cuando el cubo queda inmóvil.

En esta respuesta, Clarke afirma la necesidad de la existencia del espacio absoluto para explicar fenómenos como la rotación y la aceleración, los cuales no es posible explicar con argumentos puramente relacionistas. Clarke arguye que puesto que la curvatura del agua ocurre en el cubo que rota, así como en el cubo ya parado, eso sólo es explicable por el hecho de que dicha rotación se produce en relación con una especie de tercer espacio o circunstancia absolutos.

Leibniz describe un espacio que exista solamente como marco de relación entre los objetos, y que no tiene existencia alguna aparte de esos objetos. Así, el movimiento existe solamente como relación entre esos objetos. Por su parte, el espacio newtoniano proporcionó el marco de referencia absoluto dentro del cual los objetos pueden moverse, pero en el sistema newtoniano el marco de referencia existe independientemente de los objetos en él contenidos. Estos objetos pueden describirse como moviéndose en relación al espacio mismo.

Durante varios siglos, la evidencia de esa superficie cóncava del agua fue prueba de la autoridad de Newton.


Mach

Otra figura importante en esta polémica es el físico decimonónico Ernst Mach. Este autor no negó la existencia de fenómenos como los descritos en el ejemplo del cubo, pero sí la conclusión absolutista, ofreciendo una respuesta alternativa a aquello respecto de lo cual rotaba el cubo. Mach sostuvo que eran las estrellas fijas.


Mach sugirió que un experimento mental como el argumento del cubo era problemático. Si nos imagináramos un universo que contiene solamente un cubo, con arreglo al ejemplo de Newton, este cubo podría hacerse girar en relación al espacio absoluto, y el agua en él contenida formaría la característica superficie curvada. No obstante, en ausencia de todo lo demás en el universo, sería difícil demostrar que el cubo estaba, de hecho, girando. En tal caso parece igualmente posible que la superficie del agua en el cubo permaneciese plana.

Mach arguyó que, en efecto, en un universo distinto y vacío el agua seguiría estando plana. Ahora bien, si otro objeto fuese introducido en este universo, quizás una estrella distante, en tal caso existiría algo en relación a lo cual el cubo se vería rotando. El agua dentro del cubo podría posiblemente mostrar una leve ondulación. La explicación de la misma estaría en el aumento del número de objetos en el universo, que haría aumentar a su vez la concavidad en el agua. Mach añadió que el impulso de un objeto, ya sea angular o lineal, existe como resultado de la suma de los efectos de otros objetos en el universo (principio de Mach).

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(Traducción José L. Fernández Arellano -Sürrell-, septiembre 2007)

THE ASSEMBLY OF THE DEAD de Chet Williamson



LA COMUNIÓN DE LOS MUERTOS


El tipo era desmesuradamente gordo. Le recordó a Hutchinson el más hinchado de los cadáveres que había visto en el depósito el día anterior. Pero la sonrisa del hombre vivo era más ancha y su piel no se veía tan gris. Su reverencia fue más profunda de lo que Hutchinson pensó que podía permitirle su cintura. La guayabera que lucía era inmensa, bordada con sencillez. Bajo su manga, Hutchinson descubrió un reloj Seiko de oro que arrugaba la carne de la muñeca.
–¿Míster Hutchinson? –dijo el tipo. Su voz era suave y sorprendentemente agradable. Hutchinson asintió y el hombre prosiguió en castellano.
–¿Puedo hablar con usted un momento, en privado?
Hutchinson se volvió al joven de la embajada y al otro hombre más joven, con uniforme militar, y les pidió que se adelantaran.
–Hay algo, alguien que está usted buscando aquí –dijo el hombre a Hutchinson una vez que se quedaron solos.
–Así es.
–¿Un pariente?
–No, el pariente de un... –Hutchinson utilizó la palabra inglesa–...diputado.
–¿Sí?
–Alguien de mi distrito –explicó él, y el tipo asintió.
–Locke –dijo éste.
–Thomas Locke, sí.
–No ignora que ha muerto.
–Eso había oído.
–¿Quiere el cuerpo?
–Lo quiere su familia.
–Puedo conseguir el cuerpo del señor Locke para usted.
Hutchinson miró al hombre durante unos segundos antes de hablar.
–¿Está seguro?
–¿Qué insinúa?
–Así que es él.
El hombre se buscó en un bolsillo y extrajo un pequeño paquete envuelto en papel marrón atado con bramante. Era del tamaño de una novela gruesa.
–Tómelo, ya verá. Venga después a verme.
El hombre dio a Hutchinson las instrucciones y le dijo cuánto dinero tenía que llevar.
–Venga solo –dijo el hombre.
–¿Solo?
–Nadie le hará daño.
El hombre se volvió y se fue. Hutchinson se reunió con el joven diplomático y el soldado, y regresaron al hotel. El diplomático y él subieron a su habitación, y allí Hutchinson desenvolvió el paquete. Dentro había una bolsa de plástico que contenía un trozo de mano humana, pálido, casi blanco, con los dedos meñique y anular todavía unidos. El diplomático se puso lívido. La cara de Hutchinson no varió.
Hutchinson extrajó de su cartera una hoja de papel brillante dividida en diez cuadrículas. En el centro de cada una había una huella dactilar. Manipuló el trozo de mano dentro de la bolsa de plástico hasta que estuvieron fuera las yemas de los dedos, sobresaliendo del cierre de cremallera. Levantó la mano hasta sus ojos. El diplomático apartó la mirada.
–Parece que coinciden –dijo Hutchinson finalmente.
–Casi... el reflejo exacto –dijo el diplomático.
–Sí. Aunque... No tengo una almohadilla, un tampón. Pero parecen iguales. Los primeros dos dedos de la mano izquierda.
–Enviaremos a alguien con usted.
–Él me dijo que fuera solo.
–Ellos no esperan que usted lo haga. Sólo lo dijeron.
–No, tengo que ir solo.
–No le dejaremos solo en esto –el diplomático hizo una pausa–. No es seguro para usted.
–Tampoco es para tanto –dijo Hutchinson.
  
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© José L. Fernández Arellano, mayo 2007

Artículo "RUFUS WILMOT GRISWOLD" en Wikipedia


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Biografía

Primeros años

Griswold nació el 13 de febrero de 1812, en Vermont, cerca de Rutland, y se crió como calvinista estricto en la aldea de Benson. Fue el duodécimo de catorce hermanos; su padre era granjero y zapatero. En 1822, la familia vendió la granja de Benson, trasladándose al cercano Hubbardton. Fue un niño complejo, impredecible y temerario. Dejó su hogar a los quince años, sintiéndose «un alma solitaria, vagando por el mundo, un sin tierra, un pobre marginado».

Se trasladó a Albany, Nueva York, donde vivió con un periodista de veintidós años que también tocaba la flauta, llamado George C. Foster, conocido por su libro New-York by Gas-Light. Griswold vivió con Foster hasta que cumplió los diecisiete. Se dice que ambos pudieron mantener una relación homosexual. Cuando Griswold la dio por concluida, Foster le escribió, rogándole que volviese. Rubricó la carta: «Ven conmigo si aún me quieres». Griswold trató de matricularse en el Rensselaer Polytechnic Institute en 1830, pero no se le permitió asistir a las clases al ser sorprendido tratando de gastar una broma a un profesor.

Principios profesionales y matrimonio

Tras un breve periodo como aprendiz de impresor, se trasladó a Syracuse, Nueva York, donde, con unos amigos, sacó a la luz un periódico de cotilleos llamado The Porcupine [El puerco espín], publicación que dejó malos recuerdos entre la población por su maledicencia.

Se trasladó a la ciudad de Nueva York en 1836 y, en marzo de ese año, le presentaron a una muchacha de 19 años llamada Caroline Searles, quien se convertiría en su esposa. Trabajó como redactor en varias publicaciones del área de Nueva York. En octubre pensó en presentarse a las elecciones por el partido Whig pero no recibió el apoyo de sus correligionarios. En 1837 fue nombrado predicador de la iglesia baptista, aunque nunca asistió a una congregación permanente.

Griswold contrajo matrimonio con Caroline el 12 de agosto de 1837, y la pareja tuvo dos hijas. Tras el nacimiento de su segunda hija, dejó a su familia en Nueva York y se trasladó a Filadelfia, importante foco literario de la época. Su partida, el 27 de noviembre de 1840, fue precipitada: dejó atrás su trabajo en el New York Tribune, y su biblioteca con varios miles de libros. Entró a trabajar en el periódico de Filadelfia Daily Standard y empezó a fraguar su reputación como crítico literario, muy conocido por su mordacidad y carácter vengativo.

El 6 de noviembre de 1842, visitó a su mujer en Nueva York, después de que ésta hubiese dado a luz a su tercer hijo, un niño. Tres días más tarde, ya de regreso en Filadelfia, fue informado de que tanto ella como el bebé habían muerto. Profundamente afligido, Griswold viajó con el féretro en tren, sin separarse del mismo durante muchas horas. Cuando otros pasajeros le aconsejaron dormir un poco, él contestó besando los labios muertos de su mujer y abrazándola, con las dos niñas llorando a su lado. Se negó a abandonar el cementerio tras el funeral, incluso al quedarse solo, hasta que fue obligado a ello por un pariente.

Escribió un largo poema en verso blanco dedicado a Caroline, "Five Days" ["Cinco días"], que fue publicado en el New York Tribune, el 16 de noviembre de 1842. A Griswold le costó gran trabajó asumir que su mujer había muerto y frecuentemente soñaba que se reunían de nuevo. Cuarenta días después de su entierro, penetró en su panteón, cortó un mechón de su pelo, la besó en la frente y los labios y lloró durante largo tiempo, permaneciendo junto al cadáver durante más de treinta horas, hasta que un amigo lo sacó de allí.

Antologista y crítico

En 1842, Griswold sacó su antología de poetas estadounidenses titulada The Poets and Poetry of America, que dedicó a Washington Allston. A lo largo de sus 476 páginas, recogía obras de unos 80 autores, entre ellos diecisiete poemas de Lydia Sigourney, tres de Edgar Allan Poe y cuarenta y cinco de Charles Fenno Hoffman. A Hoffman, gran amigo de Griswold, se le dedicó el doble de espacio que a cualquier otro autor.

Griswold continuó supervisando muchas otras antologías, incluyendo Biographical Annual, que reunía memorias de personas eminentes recientemente fallecidas; Gems from American Female Poets [Gemas de poetisas americanas]; Prose Writers of America [Prosistas de América], y Female Poets of America [Poetisas de América]. Prosistas de América, publicado en 1847, fue preparado expresamente para competir con una antología similar de Cornelius Mathews y Evert Augustus Duyckinck. En la preparación de sus antologías, Griswold escribía a los autores vivos cuyo trabajo había seleccionado, solicitándoles sugerencias sobre qué obras incluir, así como datos para un bosquejo biográfico.

En 1843 fundó The Opal, un "gift book", o anuario para regalar, que recogía ensayos, cuentos y poesía. Su primera edición fue editada por Nathaniel Parker Willis, a finales de 1844. Durante un tiempo, Griswold fue editor del Saturday Evening Post y también publicó un libro de poesía propio: The Cypress Wreath [La corona de ciprés] (1844).

Sus poemas, con títulos como "The Happy Hour of Death" ["La feliz hora de la muerte"], "On the Death of a Young Girl" ["En la muerte de una joven"] y "The Slumber of Death" ["El sueño de la muerte"], se centraban en el tema de la mortalidad y la aflicción. En 1844 publicó otro libro de poemas: Christian Ballads and Other Poems [Baladas cristianas y otros poemas], y en 1854 el ensayo político The Republican Court or, American Society in the Days of Washington [La corte republicana o la sociedad americana en los días de Washington]. Este libro se propone cubrir los acontecimientos durante la presidencia de George Washington, aunque mezcla hechos históricos con leyendas apócrifas hasta hacer indistinguibles unos de otras.
Durante este período, Griswold a veces pronunciaba sermones desde el púlpito, y pudo haber recibido un doctorado honorario del Shurtleff College, una institución baptista de Illinois, donde se le conocía como "Reverendo Dr. Griswold".

Segundo matrimonio

Griswold se casó con Charlotte Myers, una mujer judía, el 20 de agosto de 1845; ella tenía cuarenta y dos años; él, treinta y tres. Griswold fue presionado por los tíos de la novia, pese a su preocupación por las diferencias confesionales. Dado que estas diferencias eran grandes, uno de los amigos de Griswold se refería a su mujer como "la pequeña judía". En su noche de bodas él descubrió, según cuenta su biógrafo, Joy Bayless, que «debido a una penosa malformación, ella era incapaz de ser su esposa», o, según el biógrafo de Poe, Kenneth Silverman, que era incapaz de practicar el sexo.

Griswold consideró no válido el matrimonio, tanto al menos como si el matrimonio se hubiese producido «entre individuos del mismo sexo o el sexo de uno de ellos fuese dudoso o ambiguo». En cualquier caso, la pareja se trasladó a Charleston (Carolina del Sur), la ciudad natal de Charlotte, y vivió bajo el mismo techo, aunque dormían en cuartos separados. Ninguno de los dos estaba contento con la situación, y a finales de abril de 1846 ella hizo que un abogado redactara un documento con el fin de «separarse totalmente y para siempre, lo que implica el divorcio efectivo». El contrato prohibía a Griswold volver a casarse y le otorgaba mil dólares como compensación por dejar a su hija Caroline a cargo de la familia Myers. Tras esta separación, Griswold regresó de inmediato a Filadelfia.

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Artículo en la Wikipedia en español

Artículo en la Wikipedia en inglés


(Traducción José L. Fernández Arellano -Sürrell-, septiembre 2008)

BARTLEBY, THE SCRIVENER de Herman Melville

BARTLEBY, EL ESCRIBIENTE




Soy un hombre de cierta edad. La naturaleza de mis ocupaciones a lo largo de estos últimos treinta años me ha puesto en más que frecuente contacto con, podríamos decir, un interesante y a su modo singular tipo de hombres, de quienes hasta el momento, que yo sepa, nada se ha escrito: me refiero a los amanuenses o escribientes. He conocido a muchos de ellos, tanto en lo profesional como en lo privado y, si quisiera, podría contar de ellos diversas historias, ante las cuales los caballeros bienintencionados sonreirían, y a las almas sentimentales quizá se les saltarían las lágrimas. Pero desecho las biografías de todos los demás escribientes a cambio de unos pocos episodios en la vida de Bartleby, el más extraño que yo he conocido o de quien haya tenido noticia. Mientras que podría con facilidad narrar la vida completa de otros amanuenses, con la de Bartleby nada de ese tenor sería posible. Creo que no hay materiales para una exhaustiva y satisfactoria biografía de este hombre, lo cual supone una pérdida irreparable para la literatura. Bartleby era uno de esos seres de quienes nada es certificable, excepto a través de las fuentes originales, y en su caso éstas eran muy pocas. Aquello que vieron mis atónitos ojos de Bartleby, eso es todo lo que sé de él, con excepción, desde luego, de un vago informe que aparecerá al final.
Antes de presentar al escribiente, tal y como se mostró ante mí la primera vez, convendría que me refiriera someramente a mí mismo, a mis employés, mis negocios, mi casa y ambiente en general, pues una descripción semejante resulta indispensable para comprender adecuadamente al protagonista de mi historia.
Imprimis: soy de esos hombres que, desde su juventud viven imbuidos en la profunda convicción de que la mejor forma de vida es la más fácil. Por tal motivo, aunque pertenezco a una profesión proverbialmente enérgica y agitada, a veces hasta la exageración, todavía nada de este tenor ha llegado a perturbar mi paz de espíritu. Soy uno de esos abogados poco ambiciosos que nunca se dirige a un jurado y que en modo alguno busca provocar el aplauso público, sino más bien de los que en la tranquilidad de su cómodo refugio se contentan con hacer cómodos negocios con los depósitos, las hipotecas y títulos de propiedad de los ricos. Todos aquellos que me conocen me consideran por encima de todo un hombre digno de confianza. El difunto John Jacob Astor, un personaje muy poco dado a la exaltación poética, no dudaba un instante al declarar que mi punto fuerte era la prudencia y, en segundo lugar, el método. No lo digo por vanidad, simplemente constato el hecho de que mis servicios no fueron nunca desaprovechados por el difunto John Jacob Astor, un nombre que, lo admito, me gusta repetir, pues posee un sonido cóncavo y circular que tintinea como los lingotes de oro. Añadiré con franqueza que no fui insensible a la buena opinión del difunto John Jacob Astor. 

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© José L. Fernández Arellano, septiembre 2010