BARTLEBY, EL ESCRIBIENTE
Soy un
hombre de cierta edad. La naturaleza de mis ocupaciones a lo largo de estos
últimos treinta años me ha puesto en más que frecuente contacto con, podríamos
decir, un interesante y a su modo singular tipo de hombres, de quienes hasta el
momento, que yo sepa, nada se ha escrito: me refiero a los amanuenses o
escribientes. He conocido a muchos de ellos, tanto en lo profesional como en lo
privado y, si quisiera, podría contar de ellos diversas historias, ante las
cuales los caballeros bienintencionados sonreirían, y a las almas sentimentales
quizá se les saltarían las lágrimas. Pero desecho las biografías de todos los
demás escribientes a cambio de unos pocos episodios en la vida de Bartleby, el
más extraño que yo he conocido o de quien haya tenido noticia. Mientras que
podría con facilidad narrar la vida completa de otros amanuenses, con la de
Bartleby nada de ese tenor sería posible. Creo que no hay materiales para una
exhaustiva y satisfactoria biografía de este hombre, lo cual supone una pérdida
irreparable para la literatura. Bartleby era uno de esos seres de quienes nada
es certificable, excepto a través de las fuentes originales, y en su caso éstas
eran muy pocas. Aquello que vieron mis atónitos ojos de Bartleby, eso es todo lo que sé de él, con excepción,
desde luego, de un vago informe que aparecerá al final.
Antes de presentar al escribiente, tal y como
se mostró ante mí la primera vez, convendría que me refiriera someramente a mí
mismo, a mis employés, mis negocios,
mi casa y ambiente en general, pues una descripción semejante resulta
indispensable para comprender adecuadamente al protagonista de mi historia.
Imprimis: soy de esos hombres que, desde
su juventud viven imbuidos en la profunda convicción de que la mejor forma de
vida es la más fácil. Por tal motivo, aunque pertenezco a una profesión
proverbialmente enérgica y agitada, a veces hasta la exageración, todavía nada
de este tenor ha llegado a perturbar mi paz de espíritu. Soy uno de esos
abogados poco ambiciosos que nunca se dirige a un jurado y que en modo alguno
busca provocar el aplauso público, sino más bien de los que en la tranquilidad
de su cómodo refugio se contentan con hacer cómodos negocios con los depósitos,
las hipotecas y títulos de propiedad de los ricos. Todos aquellos que me conocen
me consideran por encima de todo un hombre digno
de confianza. El difunto John Jacob Astor, un personaje muy poco dado a la
exaltación poética, no dudaba un instante al declarar que mi punto fuerte era
la prudencia y, en segundo lugar, el método. No lo digo por vanidad,
simplemente constato el hecho de que mis servicios no fueron nunca
desaprovechados por el difunto John Jacob Astor, un nombre que, lo admito, me
gusta repetir, pues posee un sonido cóncavo y circular que tintinea como los
lingotes de oro. Añadiré con franqueza que no fui insensible a la buena opinión
del difunto John Jacob Astor.
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© José L. Fernández Arellano, septiembre 2010
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