BARTLEBY, THE SCRIVENER de Herman Melville

BARTLEBY, EL ESCRIBIENTE




Soy un hombre de cierta edad. La naturaleza de mis ocupaciones a lo largo de estos últimos treinta años me ha puesto en más que frecuente contacto con, podríamos decir, un interesante y a su modo singular tipo de hombres, de quienes hasta el momento, que yo sepa, nada se ha escrito: me refiero a los amanuenses o escribientes. He conocido a muchos de ellos, tanto en lo profesional como en lo privado y, si quisiera, podría contar de ellos diversas historias, ante las cuales los caballeros bienintencionados sonreirían, y a las almas sentimentales quizá se les saltarían las lágrimas. Pero desecho las biografías de todos los demás escribientes a cambio de unos pocos episodios en la vida de Bartleby, el más extraño que yo he conocido o de quien haya tenido noticia. Mientras que podría con facilidad narrar la vida completa de otros amanuenses, con la de Bartleby nada de ese tenor sería posible. Creo que no hay materiales para una exhaustiva y satisfactoria biografía de este hombre, lo cual supone una pérdida irreparable para la literatura. Bartleby era uno de esos seres de quienes nada es certificable, excepto a través de las fuentes originales, y en su caso éstas eran muy pocas. Aquello que vieron mis atónitos ojos de Bartleby, eso es todo lo que sé de él, con excepción, desde luego, de un vago informe que aparecerá al final.
Antes de presentar al escribiente, tal y como se mostró ante mí la primera vez, convendría que me refiriera someramente a mí mismo, a mis employés, mis negocios, mi casa y ambiente en general, pues una descripción semejante resulta indispensable para comprender adecuadamente al protagonista de mi historia.
Imprimis: soy de esos hombres que, desde su juventud viven imbuidos en la profunda convicción de que la mejor forma de vida es la más fácil. Por tal motivo, aunque pertenezco a una profesión proverbialmente enérgica y agitada, a veces hasta la exageración, todavía nada de este tenor ha llegado a perturbar mi paz de espíritu. Soy uno de esos abogados poco ambiciosos que nunca se dirige a un jurado y que en modo alguno busca provocar el aplauso público, sino más bien de los que en la tranquilidad de su cómodo refugio se contentan con hacer cómodos negocios con los depósitos, las hipotecas y títulos de propiedad de los ricos. Todos aquellos que me conocen me consideran por encima de todo un hombre digno de confianza. El difunto John Jacob Astor, un personaje muy poco dado a la exaltación poética, no dudaba un instante al declarar que mi punto fuerte era la prudencia y, en segundo lugar, el método. No lo digo por vanidad, simplemente constato el hecho de que mis servicios no fueron nunca desaprovechados por el difunto John Jacob Astor, un nombre que, lo admito, me gusta repetir, pues posee un sonido cóncavo y circular que tintinea como los lingotes de oro. Añadiré con franqueza que no fui insensible a la buena opinión del difunto John Jacob Astor. 

(...)



© José L. Fernández Arellano, septiembre 2010

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