LA COMUNIÓN DE LOS MUERTOS
El tipo era desmesuradamente gordo. Le recordó a Hutchinson el más
hinchado de los cadáveres que había visto en el depósito el día anterior. Pero
la sonrisa del hombre vivo era más ancha y su piel no se veía tan gris. Su reverencia
fue más profunda de lo que Hutchinson pensó que podía permitirle su cintura. La
guayabera que lucía era inmensa, bordada con sencillez. Bajo su manga,
Hutchinson descubrió un reloj Seiko de oro que arrugaba la carne de la muñeca.
–¿Míster Hutchinson? –dijo el
tipo. Su voz era suave y sorprendentemente agradable. Hutchinson asintió y el
hombre prosiguió en castellano.
–¿Puedo hablar con usted un
momento, en privado?
Hutchinson se volvió al joven de
la embajada y al otro hombre más joven, con uniforme militar, y les pidió que
se adelantaran.
–Hay algo, alguien que está usted
buscando aquí –dijo el hombre a Hutchinson una vez que se quedaron solos.
–Así es.
–¿Un pariente?
–No, el pariente de un...
–Hutchinson utilizó la palabra inglesa–...diputado.
–¿Sí?
–Alguien de mi distrito –explicó
él, y el tipo asintió.
–Locke –dijo éste.
–Thomas Locke, sí.
–No ignora que ha muerto.
–Eso había oído.
–¿Quiere el cuerpo?
–Lo quiere su familia.
–Puedo conseguir el cuerpo del señor
Locke para usted.
Hutchinson miró al hombre durante
unos segundos antes de hablar.
–¿Está seguro?
–¿Qué insinúa?
–Así que es él.
El hombre se buscó en un bolsillo
y extrajo un pequeño paquete envuelto en papel marrón atado con bramante. Era
del tamaño de una novela gruesa.
–Tómelo, ya verá. Venga después a
verme.
El hombre dio a Hutchinson las
instrucciones y le dijo cuánto dinero tenía que llevar.
–Venga solo –dijo el hombre.
–¿Solo?
–Nadie le hará daño.
El hombre se volvió y se fue.
Hutchinson se reunió con el joven diplomático y el soldado, y regresaron al
hotel. El diplomático y él subieron a su habitación, y allí Hutchinson
desenvolvió el paquete. Dentro había una bolsa de plástico que contenía un
trozo de mano humana, pálido, casi blanco, con los dedos meñique y anular
todavía unidos. El diplomático se puso lívido. La cara de Hutchinson no varió.
Hutchinson extrajó de su cartera
una hoja de papel brillante dividida en diez cuadrículas. En el centro de cada
una había una huella dactilar. Manipuló el trozo de mano dentro de la bolsa de
plástico hasta que estuvieron fuera las yemas de los dedos, sobresaliendo del
cierre de cremallera. Levantó la mano hasta sus ojos. El diplomático apartó la
mirada.
–Parece que coinciden –dijo
Hutchinson finalmente.
–Casi... el reflejo exacto –dijo
el diplomático.
–Sí. Aunque... No tengo una
almohadilla, un tampón. Pero parecen iguales. Los primeros dos dedos de la mano
izquierda.
–Enviaremos a alguien con usted.
–Él me dijo que fuera solo.
–Ellos no esperan que usted lo
haga. Sólo lo dijeron.
–No, tengo que ir solo.
–No le dejaremos solo en esto –el
diplomático hizo una pausa–. No es seguro para usted.
–Tampoco es para tanto –dijo
Hutchinson.
(…)
© José L. Fernández Arellano, mayo 2007
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