THE HOLLOW OF THE THREE HILLS de Nathaniel Hawthorne



EL VALLE DE LAS TRES COLINAS
 

En la extraña antigüedad, cuando fantásticos sueños y paradojas de locos tenían lugar en medio de las normales circunstancias de la vida, dos personas se encontraron en cierta ocasión, a determinada hora y en determinado lugar. Una de ellas era una dama de esbelta figura y bellas facciones, aunque pálida y acongojada, presa de un prematuro agostamiento en lo que debía haber sido el florecimiento propio de su edad. La otra era una anciana pobremente ataviada, de aspecto poco agraciado, tan marchita, arrugada y decrépita que incluso el tiempo desde el que debía haber empezado a deteriorarse parecía fuera del límite ordinario de una existencia humana.
En el lugar en que se encontraron, ningún mortal podía observarlas. Tres pequeñas colinas se alineaban cerca una de otra y, por debajo, en medio de ellas, se hundía un valle vacío, casi perfectamente circular, de dos o trescientos pies de anchura y con tal profundidad que un majestuoso cedro apenas sobresalía por encima. Los pinos enanos eran muy numerosos sobre las colinas y parcialmente bordeaban el margen exterior de la vaguada, dentro de la cual no había otra cosa que la hierba parda de octubre y, aquí y allá, un tronco de árbol caído tiempo atrás, yaciendo desmoronado sin un sucesor verde entre sus raíces.
Una de tales masas de madera descompuesta, antiguamente un magnífico roble, descansaba en las cercanías de un estanque de verdosas y encalmadas aguas que se hallaba en el fondo del valle. Lugares como éste (según cuenta la tradición) eran hace tiempo frecuentados por el Poder del Mal y sus atribulados súbditos, y aquí, a medianoche o en el límite borroso del crepúsculo, se decía que podía encontrárseles alrededor del estanque espumoso, removiendo sus pútridas aguas en la celebración de un impío rito bautismal. La fría belleza de una puesta de sol arrancaba destellos dorados a las cimas de las tres colinas, de cuyas laderas se derramaba en el valle un tinte más pálido.
–He aquí que nuestro agradable encuentro debe terminar –dijo la vieja arpía– de acuerdo con vuestro deseo. Decid rápidamente lo que esperáis de mí, pues no podemos quedarnos aquí más que una hora.
Mientras la vieja marchita hablaba, una sonrisa brillaba tenuemente en su rostro, como un farol en el muro de un sepulcro. La dama tembló, y lanzó una mirada a la cima de la depresión, como meditando regresar con su propósito incumplido. Pero no era eso lo que estaba destinado.
–Soy extraña en esta tierra, como sabéis –dijo finalmente–. De dónde vengo no tiene importancia, pero he dejado atrás a aquellos con quienes mi destino estaba íntimamente unido y de los que he sido separada para siempre. Llevo en el pecho esa carga insoportable, y he venido aquí a interesarme por su bienestar.
–¿De quién, pues, habéis de esperar nuevas del otro confín de la tierra, aquí junto a este verde estanque? –musitó la vieja, mirando a la joven con ojos entornados–. De mis labios no saldrá una palabra. Pero, si sois atrevida, la luz del día no habrá sobrepasado aquella altura antes de que vuestros deseos se hayan cumplido.
–Haré lo que mandáis aunque me cueste la vida –contestó la dama con desesperación.
La anciana tomó asiento sobre el tronco de un árbol caído, apartó a un lado la capucha que cubría sus grises mechones e hizo seña a su acompañante de que se aproximara.
–Postraos –dijo– y apoyad la frente en mis rodillas.
 


(...)



© José L. Fernández Arellano, 2007

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