EL VALLE DE LAS TRES COLINAS
En la extraña antigüedad, cuando
fantásticos sueños y paradojas de locos tenían lugar en medio de las normales
circunstancias de la vida, dos personas se encontraron en cierta ocasión, a determinada
hora y en determinado lugar. Una de ellas era una dama de esbelta figura y
bellas facciones, aunque pálida y acongojada, presa de un prematuro
agostamiento en lo que debía haber sido el florecimiento propio de su edad. La
otra era una anciana pobremente ataviada, de aspecto poco agraciado, tan
marchita, arrugada y decrépita que incluso el tiempo desde el que debía haber
empezado a deteriorarse parecía fuera del límite ordinario de una existencia
humana.
En el lugar en que se
encontraron, ningún mortal podía observarlas. Tres pequeñas colinas se
alineaban cerca una de otra y, por debajo, en medio de ellas, se hundía un
valle vacío, casi perfectamente circular, de dos o trescientos pies de anchura
y con tal profundidad que un majestuoso cedro apenas sobresalía por encima. Los
pinos enanos eran muy numerosos sobre las colinas y parcialmente bordeaban el
margen exterior de la vaguada, dentro de la cual no había otra cosa que la
hierba parda de octubre y, aquí y allá, un tronco de árbol caído tiempo atrás,
yaciendo desmoronado sin un sucesor verde entre sus raíces.
Una de tales masas de madera
descompuesta, antiguamente un magnífico roble, descansaba en las cercanías de
un estanque de verdosas y encalmadas aguas que se hallaba en el fondo del valle.
Lugares como éste (según cuenta la tradición) eran hace tiempo frecuentados por
el Poder del Mal y sus atribulados súbditos, y aquí, a medianoche o en el
límite borroso del crepúsculo, se decía que podía encontrárseles alrededor del
estanque espumoso, removiendo sus pútridas aguas en la celebración de un impío
rito bautismal. La fría belleza de una puesta de sol arrancaba destellos
dorados a las cimas de las tres colinas, de cuyas laderas se derramaba en el
valle un tinte más pálido.
–He aquí que nuestro agradable
encuentro debe terminar –dijo la vieja arpía– de acuerdo con vuestro deseo.
Decid rápidamente lo que esperáis de mí, pues no podemos quedarnos aquí más que
una hora.
Mientras la vieja marchita
hablaba, una sonrisa brillaba tenuemente en su rostro, como un farol en el muro
de un sepulcro. La dama tembló, y lanzó una mirada a la cima de la depresión,
como meditando regresar con su propósito incumplido. Pero no era eso lo que
estaba destinado.
–Soy extraña en esta tierra,
como sabéis –dijo finalmente–. De dónde vengo no tiene importancia, pero he
dejado atrás a aquellos con quienes mi destino estaba íntimamente unido y de
los que he sido separada para siempre. Llevo en el pecho esa carga
insoportable, y he venido aquí a interesarme por su bienestar.
–¿De quién, pues, habéis de esperar
nuevas del otro confín de la tierra, aquí junto a este verde estanque? –musitó
la vieja, mirando a la joven con ojos entornados–. De mis labios no saldrá una
palabra. Pero, si sois atrevida, la luz del día no habrá sobrepasado aquella
altura antes de que vuestros deseos se hayan cumplido.
–Haré lo que mandáis aunque me
cueste la vida –contestó la dama con desesperación.
La anciana tomó asiento sobre el
tronco de un árbol caído, apartó a un lado la capucha que cubría sus grises
mechones e hizo seña a su acompañante de que se aproximara.
–Postraos –dijo– y apoyad la
frente en mis rodillas.
(...)
© José L. Fernández Arellano, 2007
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